Abres los ojos y se te dio. Verificas tu agenda para saber dónde tienes que estar ya que no tienes un jefe que te lo diga. Recibes un correo de una nueva transferencia a tu cuenta bancaria, que ya sirve de guarida a sobre seis cifras.
Cuando sales por la puerta, cada persona que interactúa contigo te felicita por tu labor. Mientras pides un café en la panadería de la esquina, recibes un correo electrónico que, al leerlo, te percatas que es una invitación para otra fiesta exclusiva con el artista más reconocido del mundo.
Por fin llegas a tu oficina y procedes a silenciar las notificaciones de tu celular para dejar de verificar los nuevos seguidores que sigues adquiriendo cada minuto en tus redes sociales.
Para mediodía, subes a la azotea de tu edificio. Miras desde el punto más alto a todas las personas caminando de arriba a abajo. Parecen pequeñas hormiguitas recogiendo comida mientras tú reposas en las nubes.
Pausas para un respiro profundo. Te sientes orgulloso que tienes el respeto, la admiración y la fortuna que por tantos años soñaste.
Y para la sorpresa de todo el mundo que te adora, en un microsegundo, saltas al vacío.
Te quitaste la vida.
Pasa más de lo que uno piensa. Las estadísticas indican que el suicidio es la duodécima causa más común de muertes en los Estados Unidos. En el 2020, además de 45k muertes registrada, sabemos de sobre 1.20 millones de intentos suicidas. Estas cifras se ven alejadas de aquí, hasta que lees que el suicidio es la tercera causa más común de muerte violenta en Puerto Rico.
Muchas veces pecamos en asociar estos incidentes tristes con eventos aislados de personas desoladas. Quizás por eso nos choca tanto cuando son personas reconocidas o exitosas: Marilyn Monroe, Robin Williams, Anthony Bourdain, Avicci, Cheslie Corrine Kryst (Miss USA 2020) y el exatleta, Junior Seau para nombrar algunas.
Son casos que nos confunden. Nos alertan. Nos hacen cuestionar lo que creemos sobre la felicidad al tratar de reconciliar cómo aquellos que parecen tenerlo todo—fama, riqueza, belleza, juventud y adoración—aparentemente no les es suficiente para ser feliz.
Recientemente, en mi video podcast La Maestría, tuve la oportunidad de conversar con una de aquellas personas que parecen haber descifrado el juego de la vida.
Logró convertirse en su propio jefe en una industria muy competitiva. Su trabajo sirve un propósito más allá de la cámara, al servir de ente fiscalizador contra la corrupción mientras simultáneamente le da voz a aquellos que no tienen la plataforma para comunicar las injusticias que ocurren en el país. Es de las personas mejor compensadas en su profesión. Tiene el respeto y la admiración de sobre 1 millón de puertorriqueños que lo siguen en sus plataformas sociales. La persona misteriosa es el reconocido y admirado, Jay Fonseca.
Así que, cómo un colega columnista y podcastero, me preparé minuciosamente para poder escarbar los secretos y lecciones detrás de alguien que logró escalar de la pobreza a la prosperidad.
Y para mi gran sorpresa, la conversación no giró alrededor de sus logros. No conversamos de secretos de productividad. Ni de la importancia del trabajo sacrificado, ni terminó siendo un recuento celebratorio de su trayectoria.
Fue una conversación enfocada en esta cita.
“Lo tenía todo, pero no era feliz”.
¿Qué es la felicidad?
Es una pregunta que ha mortificado a los grandes pensadores, filósofos y artistas por miles de años. Es recién un tema de gran interés en el ámbito académico y científico también.
La felicidad puede tener una definición subjetiva para muchos, pero es definida como un estado dichoso, satisfactorio y contento. La palabra proviene de la palabra “felicitas” que en la antigua roma se refería a la prosperidad, fertilidad, fortuna y el placer.
Desde los primeros escritos publicados del filósofo griego, Sócrates, existe una controversia sobre qué verdaderamente trae felicidad al ser humano. Él, una persona que vestía humildemente y quién había renunciado a la acumulación de bienes materiales, criticaba arduamente a aquellos que se preocupaban más por acumular riqueza y propiedad, que la perfección de su alma.
Quizás desde la antigüedad, nos resultaba más fácil medir la felicidad contando posesiones que objetivos abstractos como la virtud.
Luego, Aristóteles identificó tres fuentes que ocasionaban felicidad al ser humano: Lo que uno tiene (la inteligencia, características físicas y la conciencia), lo que uno acumula (propiedad y riqueza) y finalmente, como uno es visto ante los demás (estima de otros).
Desde aquel entonces muchos lo han tratado de descifrar. El filósofo, Epicuro, encontraba felicidad en la amistad y la evasión del dolor. El emperador-filósofo romano, Marco Aurelio apuntaba a la calidad de nuestros pensamientos. El guionista y asesor político, Seneca, en satisfacción interior.
Todos puntos válidos. Hasta que siglos más tarde, El teólogo y filósofo Santo Tomás de Aquino definió los que no son. O en su opinión, los 4 que traen felicidad temporera: Dinero. Fama. Poder y Admiración.
Tampoco es que cada uno de estos conceptos sean inherentemente negativos. El dinero ha facilitado el comercio. La fama puede servir de plataforma para comunicar problemas urgentes. El poder puede provocar cambios estructurales y la admiración logra incentivar el comportamiento positivo.
Pero cada uno de estos son fines externos. Son valores extrínsecos. Viven fuera de ti.
No hay duda de que traen regocijo. Pero solo por un rato.
Piensa en momentos pilares como el día de tu graduación. O cuando te comunican que te van a pagar una jugosa bonificación. O cuando te invitan a una entrevista en un medio popular. O cuando asciendes a un puesto de gran visibilidad y responsabilidad.
Son momentos que nos emocionan. Nos activan. Nos regalan un alza en dopamina — el mensajero químico — que informa al cerebro que estamos viviendo un sentimiento placentero. Es la misma sensación que sentimos cuando tenemos sexo. O cuando cenamos un plato riquísimo e inolvidable.
Pero al rato, ¿qué ocurre?
Quieres más. Nuestro cerebro recalibra nuestras expectativas y ahora necesitamos mayor cantidad para poder apaciguar nuestras ganas.
Ahí es cuando caemos en lo que los psicólogos han definido como la “caminadora hedónica”. Cuando al culminar una actividad placentera, la satisfacción desaparece casi instantáneamente.
Calmarla resulta difícil. Es una sensación tan rica que podría convertirse adictiva. Sabemos que hay actividades que alzan nuestra dopamina que no son productivas—el consumo de alcohol, drogas o azúcar.
Pero hay otras que son glorificadas. Nadie te regaña por ser adicto al trabajo. Es más, eres premiado. Es la única adicción que resulta en los cuatro pilares: más dinero, reconocimiento, prestigio y poder.
Con tanto estímulo no sorprende que active un ciclo vicioso. No es coincidencia que el sabio filósofo Arthur Schopenhauer comparara la riqueza y la fama con beber agua salina. Mientras más tomas, más añoras.
Lo que nadie te ha dicho es que, para muchas personas ambiciosas, la consecución de las metas es una búsqueda insaciable para conseguir lo que todos anhelamos desde que pequeños—amor.
Pensarías que no hace falta ser exitoso para ser amado, pero desde pequeños es difícil discernir entre amor genuino y amor condicionado cuando vemos que si sacamos buenas notas nuestros padres nos quieren más. Si ganamos el trofeo deportivo nuestros amigos nos celebran. Si nos mantenemos flacos haciendo ejercicios somos más atractivos. Cuando comenzamos a trabajar y a generar dinero somos más atractivos todavía. Y si nos dedicamos a ser los mejores en nuestras profesiones podemos ganarnos el amor de extraños.
¿Ves cómo puede confundir?
No solo adquirir una meta externa produce sentimientos eufóricos y placenteros. Si no que se convierten en el vehículo para buscar amor. No sorprende entonces que sacrifiquemos nuestra salud, relaciones con padres, amigos cercanos y hasta el amor de pareja con miras de alcanzar el cariño artificial.
Además, el problema con medir la felicidad con metas profesionales o métricas externas es que requiere medirlo en comparación con los demás. Y la comparación es lo que el ex-presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, señalaba como el ladrón primordial de la felicidad.
¿Entonces, cómo podemos ser más felices?
Tener dinero ayuda. Eso es claro. La inestabilidad financiera es la fuente de mucha infelicidad. Pero uno siempre conoce aquellos adinerados que son miserables. Ahora, si el dinero resolviera todos nuestros problemas no hubiera casos de suicidios de personas ricas. Jay nunca me hubiera dicho que estaba infeliz.
Entonces, si uno logra el primer eslabón de resolver nuestros problemas financieros, ¿qué más se puede hacer? Aquí te comparto 5 fuentes de felicidad duradera:
(1) Sana tu niño interior
Es trabajo que surge de la reflexión. Es la vulnerabilidad de explorar nuestros patrones tóxicos. De examinar cómo nos hablamos. Es un compromiso por buscar la serenidad que nace al aceptar el sufrimiento que hemos vivido y perdonar los eventos traumáticos que cargamos desde niño.
El renombrado psicólogo, Sigmund Freud, explicó cómo las deficiencias sufridas en nuestra niñez pueden provocar hábitos tóxicos en la adultez. Cómo si no fuimos debidamente amados o apreciados durante esos primeros años podemos cargar una necesidad constante de validación.
Irónico que este trauma puede provocar profesionales destacados pero miserables adultos. Es lo que nos trajo la famosa galleta de Will Smith. Es lo que provocó el comportamiento errático de Tiger Woods. A pesar de ser profesionales súper exitosos cargaban un bagaje emocional que les robaba felicidad. Solo examinándose y dedicándose tiempo es que pueden pasar la página.
Es la forma que alcanzamos paz interior. Es como aprendemos amarnos a nosotros mismos.
(2) Invierte en amistades/familiares.
Invertir en relaciones pareciera una directriz bastante obvia. Excepto que olvidamos que requiere tiempo y atención.
La mayoría de las personas cuando les preguntas qué es lo más importante en sus vidas la mayoría tienden a responder lo siguiente: mi familia. Sin embargo, si fueras a auditar en qué gastan la mayoría de su tiempo, la probabilidad es que sea su trabajo.
Cuando priorizamos nuestros laureles profesionales por encima de nuestras relaciones estamos arriesgando esperar hasta que sea muy tarde para cultivar confianza. Esto porque las relaciones, al igual que la riqueza, la carrera, y el amor de pareja, son el resultado del efecto compuesto—acumula y mejora con el tiempo.
No sorprende entonces que en el libro, “Top 5 regrets before dying”, escrito por la enfermera terminal Bronnie Ware, que uno de los deseos más comunes de pacientes a punto de morir sea “hubiera querido seguir en contacto con mis amigos”.
(3) Estudia filosofía y/o religión
De la misma manera que uno se instruye para ser mejor profesional, de la misma forma que uno lee para aprender cuáles ejercicios aumentan masa muscular y entiende que comidas evitar para no engordar, es posible educarse en el tema de la felicidad.
¿Cómo batallar contra la ansiedad? ¿Cuál es el propósito de la vida? ¿Por qué es meritoria la virtud?
Estas preguntas profundas las llevan contemplando los filósofos desde la antigüedad.
La idea es descubrir estas ideas sabias para poder elegir cuáles adoptar como principios con el fin de determinar nuestros valores y armarnos con herramientas para apaciguar las ansiedades que surgen de nuestra experiencia humana.
(4) Trabajo con propósito
Aquí necesitamos un poco más de contexto histórico.
Nuestra relación con el trabajo ha evolucionado en los últimos 200 años. En aquella época, tus prospectos económicos lo determinaban primordialmente el oficio de tus padres. Si nacías hijo de un zapatero, muy probablemente continuamos el legado de tu padre restaurando botas. Si eras noble, probablemente morías siendo un noble.
La opcionalidad no era una realidad. Pero esto cambió con la industrialización. La demanda por trabajos especializados a escalas nunca vista en ciudades con mayor densidad poblacional permitió que uno pudiera elegir empleo. En este nuevo mundo, si tenías el conocimiento y la preparación, podías auto sustentarte intercambiando tus destrezas por dinero, sin importar quién fuera tu papá.
La meritocracia dio paso a la esperanza. De repente podías soñar con un futuro distinto que el de tus ancestros porque tu trabajo servía de vehículo hacia la movilidad social.
Este fenómeno cogió fuerza en el siglo 20 gracias a la manufactura y la proliferación de la clase media. El negocio era sencillo: Si uno les entregaba su tiempo, juventud, enfoque y dedicación a los nuevos dioses—grandes corporaciones—uno alcanzaría el cielo en la tierra. Sería bien compensado, tendría la seguridad de beneficios, ganaría respeto a través de títulos y puestos directivos y hasta sería cuidado hasta el retiro con una generosa pensión.
Proveer una mejor vida a tus seres queridos a través de tu sacrificio se convirtió en la identidad de nuestros abuelos, padres y tíos. Era un negocio atractivo.
Sin embargo, en los últimos cincuenta años la confianza entre trabajador y patrono ha disminuido. Con fines de priorizar la maximización de ganancias de los accionistas, los salarios han mermado, las pensiones han desaparecido y los beneficios se han reducido. Causando que nuevas generaciones cuestionen las intenciones de sus patronos y a repensar los valores cultivados por antiguas generaciones.
Añádele que con la entrada del internet las reglas cambiaron. Ahora, con acceso gratuito a mayor conocimiento, y la disminución de los costos de distribución, estamos viviendo un choque generacional. Ahora es posible conseguir la misma seguridad económica (o más) sin depender de un patrono. Ya existen herramientas digitales que te permiten mercadearte a no solo quién vive cerca de ti, sino a una comunidad global que se puede beneficiar de ti.
¿Y quizás dirás que tiene que ver esto con felicidad?
Que ya el trabajo no es meramente visto como un vehículo para la prosperidad. Ahora es una herramienta para servir y para aportar. Ahora no hay que sufrir para progresar. Ahora puedes disfrutar el proceso de averiguar cómo puedes añadir valor a los demás.
(5) Practica más lo que te de placer
Según el científico social, autor Arthur Brooks si la felicidad fuera una dieta, el placer sería un macronutriente crucial, junto con la satisfacción y el propósito.
El filósofo Friedrich Nietzsche, fue quién dijo en su libro “Human, All too Human, “El ocio es una actividad noble. Si el ocio es el comienzo de todos los vicios, está al menos localizado en la vecindad más cercana a todas las virtudes.
Para mí esto es una rebeldía hacia el ajetreo constante de la modernidad. Piensa en aquellos momentos que te brindan placer: Tomar un buen vino. Probar un postre con chocolate derretido. Un beso esporádico con alguien que conociste esa noche. O una cena romántica con tu prometido. O algo tan sencillo como ver una serie que te conmovió por todo un día.
Son placeres que, aunque sí podrían ser adictivos, nos ofrecen espacios de recuperación y restauración. Son los que facilitan la conexión o una buena conversación. Es lo que nos da espacio para absorber nuevos principios a través de la tertulia o la lectura de un buen libro.
Además, tampoco todo debe ser tan serio y significativo. En la rutina uno puede disfrutar también de lo divertido.
Una de las citas más conocidas de una obra de William Shakespeare es de su obra Hamlet:
“Nada es bueno ni malo, pero nuestro pensamiento es lo que lo hace parecer así”
Esa ansiedad, ese sentimiento de culpabilidad que sentimos nace de un juicio parcializado de la actividad.
Pero puedes aceptar la dualidad que ambos están. El trabajo y el descanso. El compromiso y el juego. La disciplina y el placer.
La clave entonces estriba en saber balancear.
Sobre el autor:
Soy CPA, Escritor, Conferenciante y Host del video podcast La Maestría con Raúl Palacios. Como eterno optimista, mi meta es compartir historias, que logren inspirar, motivar y ayudar a mi generación puertorriqueña a mejorarse para que juntos podamos contribuir activamente al renacimiento de nuestra isla.
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Publicado: 28 de septiembre del 2022